El 20 de junio marcó el Día Mundial de los Refugiados. Casi veinte años después de que las Naciones Unidas declararan que en este día honraríamos a los refugiados, vemos un número asombrosamente alto de personas obligadas a huir de sus hogares. Hay casi 70 millones de personas desplazadas en todo el mundo y casi la mitad son niños. Los números no habían sido tan altos desde el Holocausto.
Mi hija Ziva de 18 años y yo junto a un grupo de increíbles abogados e intérpretes de Alaska acabamos de regresar de trabajar en un centro de detención familiar en Dilley, Texas. Pasamos una semana con algunos de los seres humanos más resilientes y valientes que hemos conocido. Mamás aterrorizadas por sus hijos; niños aterrorizados por sus madres. Viajaron, a menudo a pie, a través de dos o tres países, cruzaron ríos y desiertos y se entregaron a agentes fronterizos estadounidenses para pedir seguridad y refugio, tal como lo indican nuestras leyes. Este es su derecho bajo el derecho estadounidense y el derecho internacional – toda persona en este planeta tiene el derecho a solicitar asilo.
Estas mujeres relataron historias terribles de violencia contra ellas y sus hijos. Una mujer nos mostró las cicatrices que su marido dejó sobre ella y sobre su hijo. Otra mostró las heridas de bala causadas en sus piernas por un miembro del Barrio 18, una de las principales pandillas de la región centroamericana. Otra se sentó sosteniendo a su hijo de 9 años, un niño cuyos ojos carecían de esperanza. La madre relató cómo las pandillas reclutaron a su hija para hacerse novia de uno de los miembros y la amenazaron con violación y asesinato si no cumplía. Estas mujeres no eran mucho mayores que mi hija, quien sentada junto a mí, interpretaba cuidadosamente cada palabra para que pudiéramos entender y ayudar lo mejor posible.
Casi peor que escuchar las historias de por qué huyeron fue escuchar lo que les sucedió al llegar a los Estados Unidos. Después de cruzar el Río Grande y entregarse al gobierno estadounidense para pedir asilo, nuestro gobierno los puso en una sala de metal con una temperatura tan fría que se le conoce como “la hielera” o “nevera” donde se quedan durante días (www.hrw.org/report/2018/02/28/freezer/abusive-conditions-women-and-children-us-immigration-holding-cells). Después de eso, fueron enviados a un área cercada bajo los rayos del sol, alimentándolos con sólo dos sándwiches por día. Eventualmente, días más tarde, son trasladados a un campo de internamiento donde esperan una “entrevista de miedo creíble” que determinará si tendrán la oportunidad de fundamentar su caso frente a un juez de inmigración.
Durante la semana que pasamos con estas madres y sus hijos, logramos poco. Hay tanto por hacer que resulta abrumador. Pero seguimos haciendo lo que podemos. Dando lo que podemos. Sabemos que se necesita mucho más. Si no puedes dar tu tiempo, da tu dinero. Si no puedes dar tu dinero, da tu amabilidad. Date el tiempo para aprender sobre esta crisis. Entendamos que es un derecho básico de todo ser humano buscar seguridad para uno mísmo y sus hijos.
Es hora de levantarse y defender ese derecho. Ya es hora de que nuestro gobierno defienda ese derecho de manera decente y humana. El 20 de junio fue el Día Mundial de los Refugiados. Estoy marcando este día honrando a las madres que conocí en Texas que se enfrentaron a desiertos y ríos, soportaron “hieleras” y prisiones, y se aferraron a cierta esperanza de que habrá una vida mejor para sus hijos si perseveran. Honro a estas mujeres y me comprometo a seguir luchando por ellas y sus familias para buscar la seguridad que merecen bajo la ley.