Indra Arriaga estaba por cumplir quince años. Sus papás tenían un restaurante en San Antonio, Texas, que era frecuentado por Fernando Herrera, pintor y torero de alrededor de 60 años. Fue él quien le sugirió: “Eres inteligente. Te vas a meter en muchos problemas. ¿No quieres aprender a pintar?”
Indra pintó su primera obra guiada por él. Era un paisaje en acrílico. Fue él quien le enseñó las reglas básicas de la perspectiva y de las sombras. Y le compartió uno de los secretos que la ha acompañado desde sus obras tempranas: “no tengas miedo de desperdiciar”. Indra comprendió que la impulsaba a no escatimar en ejercicios, a repetir cuantas veces fuera necesario un desafío técnico o conceptual. Poco tiempo después Indra pintó su primer óleo. Se sintió tan fascinada que casi no volvió al acrílico. Muy pronto dejó de pintar piezas gurativas porque en ese momento pensó que hacer pintura abstracta sería más sencillo. “Pero era más complicado de lo que pensaba”, asegura la pintora.
Montó su primera exposición cuando asistía a la universidad. Estaba compuesta por paisajes inspirados en su natal Veracruz, en México, y obras abstractas. Ahí vendió su primera pintura por 60 dólares, que parecía una fortuna para la estudiante que era. Después le fue difícil exhibir en galerías y centros culturales, pues los sentía gobernados por muchos estereotipos: “mi trabajo no se veía lo suficientemente mexicano para exponer en los sitios dedicados al arte mexicano”. Así que decidió viajar a San Francisco. En aquella ciudad logró un alto vuelo creativo. Por primera vez tuvo un estudio donde trabajar. En aquel periodo expuso en un buen número de muestras colectivas y comenzó a hacer trabajo en colaboración con la fotógrafa Paula Pereira, quien como artista callejera usaba el pseudónimo de T.W. (Thirsty Wall). Ambas, junto con un grupo de amigas, hicieron banderas con transferencias fotográficas de personajes relevantes del mundo LGBTQ, y las colgaron en la reja de un lote baldío en el triángulo formado por la calle Market y las calles 16 y 18. Era la primera vez que Indra practicaba arte público, un género al que ha vuelto una y otra vez.
Al cambio de siglo, cuando la caída de los mercados financieros, realizó una pieza en colaboración con la actriz Joan Bernier en la que un corredor de bolsa agonizaba. El retrato de este hombre se parecía mucho al Jesucristo de la cultura popular, así que establecieron una analogía entre ambos. “Nos tomó como 24 horas imprimir carteles con esta imagen y los pegamos por todos lados. Hicimos una gran instalación por toda la ciudad. Usábamos la ciudad como lienzo”.
En el 2001 Indra visitó Alaska con su primera esposa para festejar Thanksgiving y quedó hechizada: “fue la primera y única vez que he visto auroras boreales rojas. Pensé que así era todo el tiempo”. Dejó San Francisco para mudarse a Anchorage en 2003 y además de la maravilla natural, Indra encontró en este rincón del continente un recurso que todo artista necesita: tiempo.
Por aquel entonces resonaban en la escena del arte pocos nombres hispanos: Mariano Gonzales, Alejandro Barragán, Marcelo Muñoz. Aunque las condiciones de Anchorage son completamente distintas a las que vivía en San Francisco, no dejó de practicar el arte público en esta ciudad septentrional. Una de sus piezas más conocidas se encuentra en Mountain View.
Realizada en colaboración con Christina Barber, esta escultura aborda el tema de la inmigración. We’ve come from so far representa a tres personajes de concreto. Son inmigrantes que llevan cuerdas en la parte baja de su cuerpo para significar los lazos sociales con sus comunidades de origen, pero también con las que los reciben.
Como Joseph Beuys y otros autores que han buscado transformar la vida misma en una experiencia artística, Indra lleva el desafío estético más allá de sus piezas personales. Y así, por ejemplo, se ocupó durante 13 años, de organizar una de las festividades más emblemáticas de la comunidad mexicana en Anchorage: el Día de Muertos. Quienes conocen a Indra saben que ella siente la necesidad de levantar la voz siempre que no está de acuerdo con el estado de las cosas. “Es más probable que haga algo cuando siento rabia que cuando no la siento. Con el Día de Muertos sucedió que no teníamos dónde celebrarlo en su tercer año. Así que se lo propuse a una galería. Les dije que habría muchos niños y que sería un poco caótico, pero que no importaba. Ellos me dijeron: ‘Creo que esto no funcionará en nuestro espacio’, y una semana después lanzaron el evento Come party with the dead por el que cobraban veinte dólares por persona. Les expliqué que eso no era lo correcto”. Luego Indra escribió a los miembros de la mesa directiva de este sitio y contó la historia en el periódico. Entonces los miembros de la comunidad latina salieron a defender lo suyo. “Y así fue como entré en contacto con muchos de ellos”.
Fue también un arrebato de inconformidad el que la llevó, en 2004, a otros de sus proyectos más significativos: la Galería Spot, en el centro comercial conocido como el Post Office Mall en la calle D y la Avenida 4. La galería operó por 10 meses. Indra y Caitlin Shortell, su entonces esposa, decidieron abrir este sitio cuando en un café se negaron a exhibir la obra de Indra. Tras dejar el sitio, ambas recorrían el viejo centro comercial y decidieron rentar el sitio para abrir su propia galería. “La comunidad estaba muy sedienta de un espacio como éste”, señala Indra. Ahí se realizó la primera celebración del Día de Muertos, además de exposiciones de obra suya y de artistas con los que había colaborado en San Francisco. Así, el espacio se convirtió en un sitio para que los artistas locales se nutrieran del arte producido fuera del estado y viceversa.
Sobre la experiencia de ser una artista hispana y parte de una minoría en los Estados Unidos, Indra dice que en ocasiones algunos seres queridos la han querido persuadir de contentarse con las desventajas. Pero ella sabe que no podría ni querría hacerlo. “El racismo es algo que yo vivo cada día. Y no está bien”, asegura Indra y un brillo se asoma en su mirada. Parece asegurar que defenderá el derecho de todos a ser tratados como iguales, ya sea empuñando un pincel o desarrollando algún proyecto creativo comunitario, porque ella sabe bien que el arte y su mundo son los espacios naturales para expresar la disidencia.
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